
Opinión
Por Paula Vasquez
A Madeleine Albright, política estadounidense y embajadora de los Estados Unidos ante las Naciones Unidas durante el primer mandato del presidente Bill Clinton, la interrogó una periodista en aquel tiempo acerca del medio millón de niños que murieron producto del constante bloqueo de su país a Irak. Ella, proveniente de una familia que tuvo que huir de su tierra natal en una época de violencia, respondió: “Fue difícil tomar esa decisión, pero pensamos que valió la pena pagar ese precio”. Como ella, el mundo también parece excusarse bajo el mismo argumento “no se puede hacer una tortilla sin cascar huevos”, “no se puede hacer una paz sin ser violentos”, “no se puede lograr un interés personal sin pasar por encima de otros”.
La ley general, el precepto de amar al prójimo, siempre ha sido una dificultad para nosotros, pese a que Freud haya dicho en El malestar en la cultura que es uno de los fundamentos de la vida civilizada. Pero en estos tiempos líquidos, como lo diría Zygmunt Bauman, la razón civilizada se rige por el autointerés y la búsqueda de la propia felicidad. En este sentido, nada parece diferenciarnos del mundo animal. Al igual que un animal, el ser humano siempre está buscando su autoconservación aplicando los medios que sean necesarios para su supervivencia.
¿Qué nos hace humanos? ¿Qué es tener humanidad? Tal vez la respuesta esté en el precepto del amor al prójimo. Amar a otros implica despojarnos de lo que aparentemente es natural en un ser vivo: los impulsos y predilecciones. Es creer en lo absurdo, es dar un salto de fe pese a las advertencias de que el otro nos puede hacer daño y que amarlo no implica que nos pueda beneficiar en lo absoluto. Amar la alteridad es “el acta de nacimiento de la humanidad”, concluiría el sociólogo Bauman, pero hasta el día de hoy, después de sobrevivir a ese constante todos contra todos, lo que perece es nuestra humanidad.
Janusz Korczak, entre otras cosas, fue un escritor nacido en Varsovia y asesinado en un campo de exterminio nazi. Producto, quizás, de los tiempos de muertos sin sepultura que le tocó vivir, concluyó que la humanidad solo podía encontrarse en los niños. Es en ellos en donde las palabras pureza y amor parecen tener una explicación clara. Basta con mirar a un recién nacido para comprender que el amor por alguien no tiene que surgir necesariamente porque nos beneficie en algo. Basta contemplarlo para sentir la sublimidad de estar ante la presencia de algo que no tiene pretensiones, que no está contaminado.
Korczak sabía muy bien que esa humanidad sería limitada, estaba consciente de la incómoda verdad que acarreaba el contacto por primera vez con el mundo externo. Utópicamente creía que la mejor solución era guarecerlos del mal, echando por una rendija sin fondo la llave del refugio en donde su infancia incipiente y su pureza permanecieran íntegras. ¿Pero qué se hace cuando la carencia de amor al prójimo llega hasta esos refugios y a lo bestia extirpa como un cáncer todo rastro de dignidad humana? El medio millón de niños que mató el gobierno de Bill Clinton y los muchos millones más de niños y hombres que han muerto a causa de “no se puede hacer tortilla sin cascar huevos”, son producto de un aparente entumecimiento emocional.
Recuerdo una obra de teatro, Si el río hablara, de la compañía de teatro Matacandelas. En ella escuché la siguiente frase: “Yo quiero morir de viejo”. Hemos sobrepasado la utopía de Korczak, hoy sería un milagro morir de viejos. El amor se ha ausentado y, con él, la humanidad.